sábado, 10 de abril de 2010

Ojos de la esperanza.



La Libertad ¿De qué se trata la libertad en estos días? Nos creemos libres como si de hecho fuéramos. Víctimas de un mundo de comercio donde somos actores representando, al compás de la misma música, papeles de víctimas y villanos, de vendedores y compradores. En la misma obra teatral somos protagonistas de lo que algún maniqueísta dividió en bien y mal. Músicos de una orquesta donde creemos hacer la diferencia, guardar bajo la manga la nota perfecta, tener opinión en un lugar donde las opiniones son adecuadas y aceptadas si están de acuerdo con la mayoría. Un espiral de silencio profundo y feroz que no nos deja sobresalir por nuestros pareceres. Nos absorbe sin una gota de piedad. Libertad de qué si ni pensamiento tenemos. Los medios de comunicación nos imponen desde la moda hasta la forma de pensar; desde lo que debemos ser o anhelamos ser hasta lo que somos. Títeres de un mismo circo, actores de una pieza sin fin. Algún crítico puede decir que la televisión trasmite lo que al público le agrada, pues aun así somos esclavos de la mayoría, la clásica y única unidad de medida de los medios de masa. Hasta la muerte nos es impuesta de forma predeterminada. Morimos y ya está trazado nuestro “destino”. Seremos espíritu y tendremos dos opciones de morada: el paraíso o el infierno. Pero lo más interesante de todo eso es que le elección es echa en vida. Se supone que nos sabemos libres para tomar decisiones. No tenemos el derecho de pudrirnos en el suelo o irnos a otro planeta. O de ser energía que, con suerte, se transformará en materia en otra vida, en otro ser.
Ser libres, la mayor paradoja del siglo. La información y el estilo de vida occidental no admiten la libertad. Tenemos libertad para decidir entre las opciones que ya están presentes. ¿Y las otras opciones? Libres de qué si lo que más queremos es estar metidos en esta rosca en la que nos encontramos. Es que es más fácil. No exige esfuerzos. Basta seguir los modelos y las actitudes de la mayoría y listo. Cualquier forma libertaria es fuertemente criticada y condenada por el prójimo, aún cuando éste es tu compañero de celda. Y lo más triste: esta forma nueva e rebelde de expresión tendrá el mismo comportamiento preconceptuoso cuando pase a ser situación en la vida social de la gente. Las rejas serán el símbolo de este siglo. No lo serán los símbolos de la tecnología, que con una fuerza incalculable han entrado en nuestras vidas. Serán las rejas y detrás de ellas nosotros: rehenes de nuestra creación, de nuestra ambición y consumismo. Somos pobres porque mucho necesitamos y es en esa pobreza donde reside nuestra prisión.
A pesar de todo ello, aún es posible ver que atrás de las rejas se encuentra la esperanza. Los ojos de la esperanza. Este niño viste en sus ojos la libertad que todo pequeño ser guarda en su esencia. No sabe esperanza a qué, pero sabe que la necesita ahora y en el porvenir. Sabe que la esperanza es lo que lo mantendrá vivo y activo para pasar por esta prueba carnal. Detrás de las barras de hierro una Esperanza. Y como si fuera poco, sus ojos reflejan el brillo de la ingenuidad y la alegría consecuente de la inconsciencia que tenemos todos en nuestra temprana edad. Es nuestro retrato. Es la imagen antigua que vive en lo más profundo de nuestras almas y que no deja de estar presente siempre por más que a veces ese sentimiento y esa sensación sean tenues o se vean opacados por la presión externa. Siempre seremos, como este chico, hijos de la esperanza.

segunda-feira, 10 de agosto de 2009

Celular, verbo infinitivo


Nació en 1984 y, obviamente, creció en un mundo analógico si lo comparamos con el actual. Era una realidad donde lo máximo de digitalidad que había era algún video-game de esos que hoy día son considerados dinosaurios de la interactividad electrónica de entretenimiento. Eran formas semejantes a naves, personas, etc. No existían imágenes semejantes con estética humana, con rasgos, expresiones y actitudes humanoides. Ni siquiera se pensaba en esa posibilidad, de confundir un videojuego con largometraje.
Aún se pensaba en cartas escritas a mano. El teléfono y el fax eran lo súmmum en herramientas de comunicación. Los “Jetsons” era un dibujo animado futurista que causaba gracia por la ideas que proponía y por su, en aquél momento, ingenuidad frente a semejante presentación de la utilización diaria de la tecnología. El personaje principal hablaba con su jefe por video conferencia, tenía una empleada robot, ponía pastillas en una máquina y le salían platos de comida prontos. Fenómenos vistos como algo utópico, absolutamente irreal o distante. Hechos que serian posibles en una era que no legaría tan pronto, imaginada en un mundo metálico, una verdadera sinfonía en gris mayor – como escribiera Rubén Darío – y lleno de máquinas con tareas y formas de seres como nosotros.
Pues vemos ahora que no es así, o mejor dicho, es así! Personas en cualquier parte del mundo están siempre conectadas y tienen como principal herramienta el teléfono celular. El pequeño aparato que al principio era un simple teléfono móvil, ahora es teléfono, e-mail, máquina de fotos, televisor, cámara filmadora, tarjeta de crédito, perimte haer video conferencias, etc., etc., etc. una completa convergencia de tecnologías en un pequeño aparato. Diversas herramientas de comunicación que mantienen a cualquier habitante comunicado. Actualmente es imposible esconderse, los GPS’s forman parte del circuito electrónico de cualquier celular vendido en las casas especializadas y no tan especializadas. La tecnología empieza a dominarnos o, por lo menos, nos ha hecho dependientes de sus comodidades y funciones que proporcionan. Somos dependientes de los ceros y unos. Y en ese mundo nos inserimos y dejamos huellas. Pequeñas pistas que indican dónde estuvimos y qué hicimos en el ciberespacio.
Pues en ese mundo futuro y presente en que vivimos - en el que aún a los que nacieron en un contexto analógico les parece absurdo pensar en ideas que ya están presente en la rutina de los más “tecnológicamente precoces – estaba Ella, con su celular comprado por una necesidad propuesta por la situación en la que vive. El reloj marcaba las nueve y media de la mañana de un lunes caluroso y húmedo de octubre de un año reciente. Su horario habitual de entrar a trabajar es a las nueve de la mañana. Su jefe la iba a matar. Sentada en un banco de hierro herrumbrado de la parada de ómnibus esperaba el 141 que la llevaría al edificio dónde tareas, compromisos y compañeros de trabajo esperan su presencia. El colectivo no aparece, las agujas no paran de girar. El minutero ya había dado treinta y dos constantes e incesantes vueltas. Su compañero de trabajo más próximo, que se encuentra en la mesa al lado de la suya, comenzaba a preocuparse. Sí, comenzaba, porque esa es otra de las características de este mundo conectado en redes de información constantes. Una situación paradójica: estamos cada vez más accesibles a otras personas y al mismo tiempo cada vez más solos. Dejamos de ser individuos de una sociedad para ser individuales de una sociedad individual y cada vez más aislada. Dejamos de ser una colectividad para ser la suma de individuales que interactuamos en el mundo real y nos comunicamos en el virtual. Hablamos con nuestro compañero de trabajo por softwares de diálogo por internet. Ni siquiera nos tomamos el trabajo de girar la cabeza y dirigirnos al prójimo. Simplemente tecleamos en la computadora, siempre en silencio, y de la misma forma el otro internauta nos responde. Somos la parte activa de la PC. Somos el hardware que faltaba. Un animal estúpido incapaz de entablar una relación interpersonal con el prójimo por no saber como dirigirse a otro ser humanos semejantes. Perdemos de a poco la capacidad de dialogar. Somos principiantes en escuchar y ser escuchado. Necesitamos recursos gráficos para expresar nuestros sentimientos.
El minutero había girado ya 45 veces y se acercaba el diez del reloj. Trataba de hablar con su trabajo, pero no lo lograba. No había conexión. Urgía le necesidad de comunicar que no había podido resolver sus problemas personales y que le llevaría un poco más de tiempo. El celular insistía en no comunicarse. Su desesperación aumentaba. No podía faltar al trabajo sin avisar. Arribó a su a las once menos cuarto de la mañana y para su sorpresa ni una pregunta le fue hecha. Nadie estaba al tanto de su atraso. Todos sus colegas de la empresa estaba sentados en frente a la pantalla, hipnotizados por la luz que emitía la computadora y preocupados con sus metas ese día. Se sentó en su terminal y trabajó durante todo el día. A las 19 en punto se retiró. Sabía que había trabajado menos. No le importaba. Su desinteresada actitud correspondía ala desinterés que había sentido al llegar al laburo. Cinco minutos después, ya en el ascensor, como consuelo escuchó: “hoy has llegado atrasada. Espero que lo recuperes antes de fin de mes, para eso te pagamos”. Ya en su casa, se lavó los dientes y durmió. El celular marcaba las 22 horas y el despertador mostraba las siete en punto. Su objetivo ese fue el de cambiar el celular. No podía tener problemas en su empleo por tan banal percance.

quinta-feira, 14 de fevereiro de 2008

Presentes, pero ignorados!


Montevideo, invierno de 2007. Todo transcurre normalmente en la capital uruguaya. Ya en las primeras horas de la mañana la gente enfrenta a sus conciudadanos en las tareas más triviales. Son miles de personas subiéndose a los ómnibus, enfrentando corredores apretados, repletos de gente, pensando por qué el que está a su lado no se tomó el colectivo que pasaba veinte minutos antes y de esa forma le habría más lugar en el autobús; dueños de establecimiento levantando las rejas y organizando todo para su jornada de trabajo; niños en blanco tiza, ojos hinchados, escondidos tras un moño azul, de la mano de sus tutores, yendo a la escuela como es deber y costumbre; estudiantes entrando a las facultades; mujeres y hombres con bolsos y bolsas, preparados para su día de trabajo.
Todo marcha como debe ser. Entre ellos, en ese invierno soleado y frío, se encuentra este viejo. No tiene nombre. Es un viejo, como tantos adultos mayores que vagan por las grandes y pequeñas ciudades del mundo. Pues este viejo, ahora, es (y no está) privilegiado. Acaba de ser inmortalizado por la máquina fotográfica. No más morirá, es eterno como el vino que bebe, como ese vino que ha resistido a siglos y siglos, civilización tras civilización. Ingiere inmortalidad, la eternidad le da placer. Ignora que será recordado por nosotros y por otros, y después otros, durante mucho tiempo. La imagen no le permite envejecer. La posición no le molesta.
Además de estar condenado a la eternidad por el retrato, vive en nuestra imaginación. La imagen colectiva de los ciudadanos de cualquier metrópolis incluye a esta gente involuntariamente en el concepto de ciudad que cada persona costruye. Están ahí, los miremos o no. Los vagos, la gente pobre, los abandonados por la por la sociedad y el Estado, que tal cual la población activa, sale a la calle a buscar su comida, su dinero, su sobrevivencia. Es gracioso cómo los vemos poco. Quizá los evitamos por culpa, o por exceso de presencia. Quizá están demasiado presentes y se hacen comunes. Pobre gente. No saben que cuanto más son, menos se los ve. Lamentable. La culpa es nuestra y no es fácil enfrentaros todos los días a las consecuencias de nuestras actitudes, a nuestras culpas. La sociedad no los quiere, pero los imagina. Los ve en las esquinas, harapientos, llenos de cajas y frazadas inmundas y olorientas que los protegen de la intemperie.
Él, el viejo, vivirá para siempre en esta imagen. Ojalá los viejos, jóvenes y niños puedan cambiar la calle por una morada decente… ojalá que sea a tal grado que dejen de vivir en nuestra imaginación. De lo contrario nos encontraremos con nuestras culpas un día cualquiera, de un invierno ordinario en una esquina olvidada de alguna ciudad de este planeta. Las encontraremos siempre…

Volvimos!!!

Después de mucho, mucho tiempo hemos vuelto!!!

no nos iremos más!

terça-feira, 12 de junho de 2007

Do abstrato ao palpável


Não o conheço. Dizem que trabalha nas ruas do Parque da Redenção e, às vezes, é visto desenhando na rua dos Andradas no centro da Capital Gaúcha. Com sua humilde -porém não menos importante – expressão, dedica-se a isso. Dedica-se a provocar no indivíduo uma alteração de tamanha magnitude que o faça parar e assistir à criação de sua obra. O artista está a desenhar efeitos num céu azul sobre um castelo medieval. Acho apaixonante ver uma pessoa com esse dom: o dom de desenhar. O dom de construir uma imagem com as próprias mãos, de passar uma idéia abstrata a um meio físico, palpável. Este homem escolhe uma superfície conveniente, arma-se com suas ferramentas e começa uma luta implacável contra a tendência à desordem. Pincel, giz e outros utensílios o ajudam a organizar elementos que teimam em se perder no mar de idéias que da cabeça emergem. As figuras vão tomando forma aos poucos. Começa com algumas linhas de referência. Desenha o croqui como o arquiteto. Faz o esqueleto e vai recheando-o com tijolos, sacadas, paisagens, céus abertos e fechados, claros e escuros; cria pássaros, campos de flores, nuvens, milhares de elementos que surgem em sua cabeça e que ele, num domingo qualquer de um outono recente, os traz à realidade para compartilhá-los com todos nós.
Sentado junto aos seus materiais o homem se expressa. Parece feliz. É um artista. Ama! Ama a arte e desenha por amor a ela. O homem que não tem palco, a não ser a vida, se escreve no lugar mais trivial e democrático de todos: a rua. A sua generosidade extrapola qualquer qualidade humana.
A vida não lhe deu oportunidades. O mundo, o terceiro, se fecha perante a arte. Não gosta dela. Não a entende. Poucos falam o idioma dela, e são esses poliglotas que se detêm ao lado do artista para apreciar sua obra. Os artistas, heróis que lutam para manter a cultura e a livre expressão numa época onde o bombardeio das informações tenta o contrário, conseguem chamar a atenção dos coadjuvantes desta sociedade que teima em ser a protagonista de uma realidade infeliz.
Todos os domingos, como num ritual religioso, esse desenhista escolhe um lugar numa rua do Parque da Redenção, na Capital Gaúcha, e deixa ali seu legado, sua mensagem. Ele se senta, chega à sua máxima expressão e vai embora, provavelmente para outra rua, ou quiçá para sua casa. Não importa, a questão é que, no meu inofensivo egoísmo, quero que volte e que, mais uma vez, deixe na calçada de uma rua qualquer da cidade, num outono próximo, sua máxima inspiração. Quero que ame a arte novamente e, assim, novamente, escreva num chão sujo imagens belas que nos afagam a alma.
Desta vez não há textos de escritores.

sexta-feira, 25 de maio de 2007

La libertad de los aprisionados


Hoy en día jugar en la calle es un privilegio de niños de ciudades pequeñas y tranquilas. Las capitales del mundo han puesto la posibilidad de disfrutar de horas de sol en una lista peligrosa, donde las consecuencias de jugar al aire libre pueden ser bastante graves. El miedo al secuestro, a la agresión, a la muerte, acechan a los que salen a las calles desprotegidas de las grandes metrópolis. Los únicos que tiene horas de sol seguras son los detenidos en las cárceles superpobladas. Los ricos tienen espacio, pero no saben qué hacer con él; los pobres saben qué hacer, pero quieren divertirse como los ricos, en el ciberespacio, dirigiendo muñecos capaces de matar criaturas irreales y volar de un simple salto. La pobreza fomenta la creatividad. Los niños adinerados de ciudades grandes no ejercitan el cuerpo a través de los juegos, son hábiles con los dedos y con las combinaciones binarias, pero la capacidad de creación e recreación sale solamente de la pantalla. La computadora nos atrofia los dedos y nos tuerce la columna. Nos seca los ojos con esa luz mágica, producto de miles de combinaciones de ceros y unos.
Este niño es una privilegiado. La imagen nos inyecta libertad por los ojos. Un "nene" joven que ve la vida como tendría que ser vista: sin preconceptos, sin horarios, sin preocupaciones, libre e inmune a cualquier preocupación geopolítica, económica, social, moral, profesional, etc. No se preocupa por la relación del dólar con las otras monedas. No tiene que ocuparse, por ahora, en decidir por una carrera que se adapte al implacable mercado de trabajo, ni tiene que pagar las miles de cuentas que la sociedad decidió imponer. Él juega, salta, corre, ríe. El peligro le es inconsciente, así como le es inconsciente la felicidad. Y además no tiene la infelicidad de saber que no sabe que es feliz.
Feliz del niño, feliz de la felicidad y pobre de nosotros que sabemos lo que es la felicidad, sabemos que no es fácil alcanzarla y seguramente no sabremos qué hacer con ella cuando la conquistemos. Nosotros queremos problemas. Son los problemas que hacen el día a día un desafío y vencerlo es lo que nos reconforta. Por lo tanto, que jueguen los niños que aún son niños! Juguemos! Busquemos al niño escondido dentro de nosotros y aprovechemos los días de sol para salir mientras es posible. Los hechos nos muestran que el salir, así como el jugar, es privilegio de estas generaciones. Usemos ese privilegio mientras podemos.


En la burbuja del poder

En el océano de los que necesitan, las islas de los que más tienen tienden a convertirse en lujosos campos de concentración, donde los poderosos sólo se encuentran con los poderosos y nunca pueden olvidar, ni por un ratito, que son poderosos. En algunas de las grandes ciudades latinoamericanas, donde los secuestros se han hecho costumbre, los niños ricos crecen encerrados dentro de la burbuja del miedo. Habitan mansiones amuralladas, grandes casas o grupos de casas rodeadas de cercos electrificados y guardias armados, y están día y noche vigilados por los guardaespaldas y por las cámaras de los circuitos cerrados de televisión. Viajan, como el dinero, en autos blindados. No conocen, más que de vista, la ciudad donde viven. Descubren el subterráneo en París o en Nueva York, pero jamás lo usan en San Pablo o en la ciudad de México.
Ellos no viven en la ciudad donde viven. Tienen prohibido ese vasto infierno que acecha su minúsculo cielo privado. Más allá de las fronteras del privilegio, se extiende una región del terror donde la gente es mucha, fea, sucia y peligrosa. En plena era de la globalización, los niños ricos no pertenecen a ningún lugar. Crecen sin raíces, despojados de identidad nacional, y sin más sentido social que la certeza de que la realidad es una amenaza. Tienen por patria las marcas de prestigio universal y por lenguaje los códigos internacionales. Los niños ricos de las ciudades más diversas se parecen en sus costumbres, tanto como entre sí se parecen los shopping centers y los aeropuertos, que están fuera del tiempo y del espacio. Educados en la realidad virtual, los niños ricos se deseducan en la ignorancia de la realidad real, que sólo existe para ser temida o para ser comprada.
Desde que nacen, son entrenados para el consumo y para la fugacidad, y transcurren la infancia comprobando que las máquinas son más dignas de confianza que las personas. Fast food, fast cars, fast life: mientras esperan que llegue la hora del ritual de iniciación, cuando el primer Jaguar o Mercedes les sea regalado, ellos ya se lanzan a toda velocidad a las autopistas cibernéticas, a toda velocidad compiten en las pantallas electrónicas y a toda velocidad devoran imágenes y mercancías haciendo zapping y haciendo shopping.
(Eduardo Galeano, Brecha 557, Montevideo, 2 de agosto de 1996.)
Sacado del site: http://patriagrande.net/uruguay/eduardo.galeano/escritos/los.prisioneros.htm

segunda-feira, 21 de maio de 2007

Luzes da cidade


Morar no interior do Estado (ou de um País) não é fácil. Eu morava no interior do Uruguai. Os que lá vivemos sabemos que chegará um momento em que teremos que partir, procurar uma cidade com faculdade e por lá ficar. Para nós, que viemos do interior é assim. Chegado o momento, sem questionamentos nem indignação e com um conformismo atípico... partimos. Esperança? Sim, de rápida adaptação. Partir não é uma coisa fácil. Muitos finais de semana deixarão de ser vividos na nova cidade para matar a saudade da família e dos amigos deixados atrás. É isso o que mais faz sofrer: a falta dos amigos e da família; viver só entre milhares de pessoas.
A imagem resume toda a mistura de sentimentos que sinto ao deixar o lar. O momento não poderia ter sido mais romântico: está anoitecendo e as luzes da rua iluminam o asfalto. O sol deixa de iluminar o céu. Penso que é uma imagem que será olhada de forma diferente pelos que já não moram mais na cidade onde nasceram e os que ainda moram nela. São duas sensações. A melancolia e o saudosismo. Ao ver a foto sinto-as ao mesmo tempo, simultâneas. O desejo de voltar, as lembranças da infância, imagens de amigos e personagens da adolescência vão surgindo na velocidade do pensamento, assim como vai surgindo e crescendo dentro de mim uma vontade imensa de voltar à antiga casa, aos amigos que já não moram mais lá, às festas que já não são as mesmas e, principalmente, emana de forma quase palpável, uma vontade incontrolável de ser o que éramos naquele então. Impossível. Mudamos! A cidade mudou, os amigos mudaram, nós não nos reconheceríamos se nos víssemos nesta etapa da vida. O conflito entre a idéia do que éramos e a realidade que nos bate no rosto ao ver as mudanças nos nossos amigos, na nossa família e na nossa cidade se apresenta numa mistura de emoção, medo, curiosidade e adrenalina. Triste e agradável.
Qualquer uruguaio como eu é capaz de ver esta imagem e saber que se trata de uma rua de lá. A estrada iluminada pela luzes quase amarelas ao anoitecer (porque, como diria Galeano, nessa hora as luzes são mais luzes) e a calçada decorada com pedras brancas e pretas criando formas características da paisagem urbana oriental diminuem a distância entre esta cidade e a antiga, entre o presente e as lembranças de um passado que, por pior que tenha sido, foi maravilhoso.

A fotografia me fez lembrar de um conto do Galeano que li há pouco: Rojo, Amarillo y Verde. Pra quem quiser...

De la noche a la mañana ocurrió: unos palos con tres ojos brotaron en las esquinas de la calle principal. Nunca se había visto nada semejante en el pueblo de Quaraí, ni en toda la región de la Frontera.
De a caballo, venidos de lejos, acudían los curiosos. Ataban los caballos en las afueras, por no molestar el tránsito, y se sentaban a contemplar la novedad. Mate en mano, el termo bajo el brazo, esperaban la noche, porque en la noche las luces eran más luces y daba gusto quedarse y mirar, como quien mira las estrellas naciendo en el cielo. Las luces se encendían y se apagaban siempre al mismo ritmo, repitiendo siempre sus tres colores, uno tras otro; pero aquellos hombres de campo, indiferentes al paso de los automóviles y de la gente, no se aburrían del espectáculo.
- El de aquella esquina es más lindo – aconsejaba uno.
- Éste de aquí demora más – opinaba otro.
Que se sepa, ninguno preguntó nunca para qué servían esos ojos mágicos, que parpadeaban sin cansarse nunca. (página 195)
(Galeano, Eduardo. Bocas del Tiempo. Montevideo: Ediciones del Chanchito, 2004. 349 p.)

Mais um: La ruta de los salmones

A poco de nacer, los salmones abandonan sus ríos y se marchan a la mar.
En aguas lejanas pasan la vida, hasta que emprenden el largo viaje de regreso.
Desde la mar, remontan los ríos. Guiados por alguna brújula secreta, nadan a contracorriente, sin detenerse nunca, saltando a través de las cascadas y de los pedregales. Al cabo de muchas leguas, llegan al lugar donde nacieron.
Vuelven para parir y morir.
En las aguas saladas, han crecido mucho y han cambiado de color. Llegan convertidos en peces enormes, que del rosa pálido han pasado al naranja rojizo, o al azul de plata, o al verdinegro.
El tiempo ha transcurrido, y los salmones ya no son los que eran. Tampoco su lugar es el que era. Las aguas transparentes de su reino de origen y destino están cada vez menos transparentes, y cada vez se ve menos el fondo de grava y rocas. Los salmones han cambiado y su lugar también ha cambiado. Pero ellos llevan millones de años creyendo que el regreso existe, y que no mienten los pasajes de ida y vuelta. (Página 221)

(Galeano, Eduardo. Bocas del Tiempo. Montevideo: Ediciones del Chanchito, 2004. 349 p.)